El tiempo

El tiempo universal es un punto etéreo e inasible que se mueve hacia el porvenir al ritmo que marca el reloj, y deja tras de sí un fino trazo evanescente que hemos dado en llamar pasado. Es un punto que echó a andar hace unos quince mil millones de años, justo cuando toda la energía del universo, que por entonces ocupaba una región asombrosamente minúscula, inició un proceso expansivo comparable a una gran explosión, por lo que ese evento singular del que todos venimos se conoce en inglés como Big Bang.


No han faltado hipótesis según las cuales es el propio paso del tiempo la fuente de la energía cósmica, como propusiera el astrofísico ruso Nikolai A. Kozyrev (1908-1983). Pero sabido es que las hipótesis no son ley científica, por lo que debemos aferrarnos a la idea de que todo tiene su origen en el Big Bang.

No sabemos qué había antes de aquella gran explosión de la que brotó no sólo el tiempo, sino también el espacio y todo el universo material. Ni tan siquiera sabemos si había algo en aquel tiempo cero de la existencia, y mucho menos sabemos -sin abandonar las coordenadas de la ciencia- qué pudo desencadenar aquel inicio, ni si hubo una intencionalidad. Como tampoco nos es permitido saber desde la racionalidad científica si antes de que el tiempo echase a correr, en lo más íntimo de aquel momento inicial, de alguna forma estaba previsto que la materia iniciaría un proceso evolutivo que culminaría con la aparición del Homo Sapiens en un recóndito rincón del universo, que de la materia brotaría la conciencia, y que yo escribiría estas líneas y tú acabarías leyéndolas.

Es como si el tiempo hubiese surgido de la nada, pero ¿qué es la nada?, ¿había algo antes de la nada? Éstas y otras preguntas de respuesta inasequible nos hacen intuir que el origen del tiempo constituye una singularidad que queda fuera de los lindes de la percepción humana.

Desde aquel momento inicial el punto del tiempo no ha dejado de moverse obstinadamente en el mismo sentido, señalándonos así la secuencia con la que las cosas suceden, permitiéndonos diferenciar el antes del después, la causa y el efecto, y nos señala el camino hacia donde todos somos llevados sin remisión. En ese movimiento que parece inagotable, el punto del tiempo señala siempre el presente, que se caracteriza por una fugacidad tan insaciable que podríamos decir que resulta inapreciable e inabordable dentro de la escala temporal de las personas, lo que nos llevaría a afirmar que sólo percibimos el pasado, y gracias a que nuestras neuronas lo retienen en lo que hemos dado en llamar memoria, si no, ni eso. Como mejor dijo Quevedo: “Ya no es ayer, mañana no ha llegado; hoy pasa y es y fue, con movimiento que a la muerte me lleva despeñado”.

No nos permite el punto del tiempo una inversión de su movimiento y regresar a épocas pasadas, a pesar de que las ecuaciones básicas de la Física siguen siendo cabales si en ellas cambiamos el signo del tiempo. Es como si el tiempo no supiese de Física, y por eso no deja de correr siempre hacia el futuro, y sólo nos es permitido retroceder en el tiempo con la imaginación, y recrear así en nuestras mentes la Tierra de hace millones de años y encontrarnos con los dinosaurios o con los primeros homínidos que caminaron erguidos por las estepas africanas, participar en el descubrimiento de América o estar junto a Copérnico en el momento en que se publicaba su De Revolutionibus. Así lo imaginó el escritor británico H.G. Wells (1866-1946) en su novela La Máquina del tiempo.

Tal vez la imposibilidad de retroceder en el tiempo haya que buscarla en la tendencia que tiene el universo por desordenarse (en aumentar su entropía). Sabido es que vivimos en un mundo con tendencias hacia el desorden: si dejamos de peinarnos, en pocos días nuestra cabellera se torna greña; si desatendemos nuestra casa, una capa de polvo se posará pronto sobre los muebles; y si retiramos el servicio de limpieza de una ciudad, en unos pocos días las calles aparecerán cubiertas de papeles y hojas secas de árboles por doquier. En estos procesos todo evoluciona hacia el desorden de forma natural y espontánea, si queremos frenar ese desorden hemos de esforzarnos o, lo que es lo mismo, hemos de gastar energía para conseguirlo: la necesaria para arar nuestras cabezas con el peine, la imprescindible para limpiar de forma hacendosa nuestra casa, o la que derrochan los barrenderos cuando luchan contra al otoño retirando hojas secas de la calle.

Además de esos pequeños desórdenes cotidianos y de pequeña escala, el universo en su conjunto también avanza hacia el desorden de forma obstinada y progresiva. Así lo demostró el astrónomo estadounidense E.P. Hubble (1889-1953) cuando comprobó que las galaxias que forman el universo se están alejando unas de otras desde el Big Bang, de forma semejante a como las marcas hechas con rotulador sobre un globo se alejan cuando lo inflamos. Para invertir esa tendencia hacia el desorden universal, para volver el tiempo atrás, tendríamos que frenar la expansión de todo el universo, y hacer que las galaxias comenzasen a acercarse unas a otras, una tarea colosal para la que sería menester una energía tan enorme que queda fuera del alcance de la insignificancia cósmica de los seres humanos, y tal vez por eso nos está prohibido viajar al pasado.

Esa expansión iniciada con el Big Bang pudiera conducir al final del universo, y por ende al final del tiempo. Así lo creen algunos astrónomos que postulan que el universo seguirá expandiéndose durante millones de años más hasta enfriarse totalmente (muerte térmica). Otros científicos creen más probable que un día, sin que sepamos cómo ni por qué, el punto del tiempo dejará de avanzar obstinadamente hacia el futuro y empezará a retroceder hacia el pasado. El universo daría así por finalizada la fase expansiva en la que ahora se encuentra, e iniciaría una etapa compresiva en la que las galaxias comenzarían a aproximarse, y los sucesos pudieran ocurrir en sentido contrario, la causalidad se invertiría, y tal vez los seres humanos naceríamos el día de nuestra muerte y dejaríamos de respirar el día de nuestro nacimiento. Pudiera ser ése un universo acordeón, en el que a cada fase expansiva, como la que ahora estamos viviendo, le sucedería una de compresión, una y otra vez en un número indefinido de ciclos, en cada uno de los cuales la fase compresiva acabaría destruyendo todo lo cimentado en la fase expansiva precedente, como las pirámides levantadas en Egipto, los éxitos sociales y culturales alcanzados por la especie humana –como los Derechos Humanos o la democracia- o los logros personales conseguidos con mucho esfuerzo a lo largo de la vida de cada ser humano, para empezar nuevamente desde cero, una y otra vez. Aunque todas éstas son afirmaciones que no han abandonado aún el limbo de las hipótesis.

Diríase que el punto del tiempo avanza hacia el futuro de forma uniforme y monótona, sin sobresaltos ni entretenimientos, pues las manecillas del reloj no sufren arranques ni paradas bruscas. Sin embargo, no estamos en condiciones de demostrar que ésta sea una afirmación categórica. Si el tiempo cronológico se detuviese, para continuar avanzando después, no sólo se detendrían las saetas de los relojes analógicos, también lo harían los relojes digitales, los relojes atómicos, y también los biológicos: el metabolismo de las células quedaría como congelado, los ritmos circadianos se frenarían, y hasta las transmisiones nerviosas que hacen que nuestro cerebro se percate del transcurso del tiempo. En definitiva, nuestros sentidos no son capaces de captar hipotéticas interrupciones del tiempo, durante las cuales ni tan siquiera envejeceríamos, por lo que no sabemos si éstas en realidad tienen lugar.

Cuando hablamos del tiempo, lo último que nos imaginamos es que éste pueda depender de la velocidad con la que nos movemos, o de lo intenso que es el campo gravitatorio que nos sujeta, pero es así, el tiempo no es absoluto, sino relativo, aunque para que esta relatividad sea apreciable las velocidades han de ser elevadas -próximas a la de la luz- y los campos gravitatorios intensos -como los generados por un planeta o una estrella-. La relatividad del tiempo, descubierta por Albert Einstein en su Teoría de la Relatividad -el mayor logro conceptual de la Física del siglo XX- ha quedado demostrada en experimentos realizados en aceleradores de partículas, o en la sincronización de los aparatos del Sistema de Posicionamiento Global (GPS, acrónimo en inglés) con los satélites de cuya información dependen.

El tiempo sería absoluto si dos personas, cada una con su reloj, midiesen siempre el mismo transcurrir del tiempo. Y así sucede en la mayoría de acontecimientos cotidianos, todos sincronizamos nuestros relojes de acuerdo con la hora civil, y así, por ejemplo, todos nos tomamos las uvas al mismo tiempo la noche de fin de año, si estamos dentro del mismo huso horario. Pero si montásemos a una persona en una nave espacial, con su reloj perfectamente sincronizado con la hora civil del momento de partida, y la enviásemos a dar una vuelta por el espacio a una velocidad próxima a la de la luz –que recorre trescientos mil kilómetros en un suspiro-, cuando ese viajero regresarse a la Tierra a tomarse las uvas llegaría tarde, pues a esas velocidades el tiempo transcurre más lentamente, ya que sufre una dilatación. Para entender la relatividad del tiempo también es útil la Paradoja de los Gemelos: Imaginemos que dos hermanos gemelos se encuentran en un parque con sus amigos, y que uno de los gemelos inicia un viaje en una nave espacial a una velocidad próxima a la de la luz, la mayor velocidad conocida. Para el gemelo que se queda en el parque, en reposo respecto de la Tierra, el tiempo transcurrirá mucho más deprisa que para el hermano viajero, que se mueve a una gran velocidad. Pasado un tiempo, pongamos dos horas, el gemelo del parque se cansará de esperar a su hermano y se marchará a casa, sin entender por qué su hermano tarda tanto en volver. Sin embargo, para el gemelo viajero todos los relojes (analógicos, digitales o biológicos) se ralentizan, y cuando para él hayan pasado dos horas volverá a la Tierra, aterrizará en el parque, pero no verá allí a su hermano. Un viaje tan rápido ha roto la simultaneidad del encuentro entre los dos hermanos.

Otra oportunidad de comprobar la relatividad del tiempo la tenemos en la popularización de los GPS en vehículos y teléfonos móviles. Para los GPS, que se hallan en la superficie terrestre –y por tanto son fuertemente atraídos por la Tierra-, el tiempo transcurre más lentamente que para los satélites de los que reciben las señales de posicionamiento, que se encuentran a miles de kilómetros de la Tierra –y por tanto en una región en la que la atracción gravitatoria es menor. Cuanto mayor es la intensidad gravitatoria más lentamente transcurre el tiempo, lo que obliga a efectuar correcciones relativistas entre el tiempo medido por los dispositivos GPS y los satélites, y esto nos permite conocer con exactitud el lugar en el que nos hallamos.
A caballo del tiempo universal hay infinidad de tiempos más modestos que son como luces que se encienden y después se apagan y que corresponden a todos y cada uno de los sucesos que acontecen en el universo, y que pertenecen a escalas diferentes: desde los largos tiempos geológicos –como el que va desde el nacimiento a la desaparición de una montaña-, pasando por los acontecimientos humanos –como el que media entre el nacimiento y la muerte de una persona, un tiempo insoportablemente breve-, hasta los sucesos más efímeros –como un simple parpadeo. Todos ellos dejan un trazo menor en la tenue línea del pasado.

Pero incluso más allá del tiempo de nuestro universo, pudiera ser que no hubiese un solo tiempo, sino muchos, pues hay astrónomos que postulan la existencia no de uno, sino de muchos universos que coexisten simultáneamente, cada uno de ellos con su propio punto del tiempo que se mueve infatigable desde el ayer hasta el mañana.

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