El día que la Constitución se reforme. S. CARRILLO

La Constitución no es irreformable y en ella misma está estipulado el procedimiento a seguir para hacerlo.

Los constituyentes estaban convencidos de que no eran infalibles y de que la obra del tiempo
podría aconsejar a otros representantes del pueblo introducir correcciones, para ponerla al día.
En estos más de 30 últimos años la Constitución, interpretada flexiblemente, nos ha dado el periodo
más largo de libertades democráticas habido en la turbulenta historia de España. Con ella han
funcionado gobiernos de izquierda y de derecha. Hasta que el Partido Popular cambió su forma de
hacer oposición en el cuadro de un sistema parlamentario, como se hacía en los tiempos que lo dirigía
Manuel Fraga, por las formas crispadas y escasamente parlamentarias adoptadas por el señor Rajoy y
su mentor, el presidente de la FAES.
Con estas líneas, escritas al conocer la experiencia del tratamiento del Estatuto de Cataluña por el
Tribunal Constitucional (TC), yo haría una demanda al diputado que ocupe el escaño que tuve
durante tres legislaturas -incluida la Constituyente- para que, si tiene una significación política
parecida a la mía, fije la atención en el Título IX y proponga su modificación. Temo que esta petición
provoque la ira de no pocos juristas porque apunta a la desaparición del TC.
En estos días he llegado a pensar que en aquellas Cortes hubo demasiados profesionales del Derecho,
enamorados de su oficio, que contribuyeron -lo digo con todos los respetos- a que incurriéramos en
contradicción al elaborar la Constitución. En ésta se inscribe un principio fundamental de origen
republicano, que hoy han asumido las monarquías europeas modernas: el principio inalienable de la
“soberanía popular”, al proclamar que “todos los poderes emanan del pueblo”. En el caso que inspira
esta reflexión se han cumplido -como recordaba recientemente el profesor Pérez Royo- todos los
trámites que prescribe la Constitución, para elaborar un Estatuto: hubo un proyecto elaborado por el
Parlamento catalán, aprobado después por las Cortes y sometido a continuación a un referéndum
aprobatorio de los catalanes. Además, ha funcionado durante cuatro años sin que se rompa la unidad
del Estado español ni se creen problemas más graves que los recursos presentados por el PP y por el
Defensor del Pueblo, cuya mentalidad centralista -dicho también con el máximo respeto y desde la
amistad que me une desde hace muchos años al titular del cargo- es sobradamente conocida.
Me asombra la información de que por lo menos una parte del TC encuentre contradicción entre
“nacionalidad” y “nación”. En países en que este problema fue tratado ampliamente por pensadores y
dirigentes políticos, como los imperios austro-húngaro y ruso, hay una amplia cultura sobre el tema y
considerable bibliografía. Y se ha logrado establecer de manera indudable que una nacionalidad es
una nación que por razones históricas determinadas no ha llegado a constituirse en Estado. Yo no
entiendo cómo en España algo tan elemental no acaba de entenderse por personas cultas, y, aún más,
no entiendo que en el diccionario de la Academia no haya una acepción, entre las varias que se dan
del término “nacionalidad”, que aclare este aspecto.
Más allá de esto, la experiencia de que hablo me lleva a plantearme otra cuestión: si el principio
fundamental de la Constitución establece que la soberanía pertenece al pueblo y el órgano de esta
soberanía es el Parlamento, ¿tiene sentido que un grupo de juristas, por muy reputados que sean,
posea autoridad para anular o modificar lo que ha aprobado el órgano de la soberanía popular? ¿No
significa eso la anulación de la soberanía popular?
En el caso del Estatuto de Cataluña, me parece una falla que el TC esté pretendiendo anular una
decisión del Parlamento. Y que si esto prospera, en España pueda producirse una ruptura, más peligrosa aún en periodo de profunda crisis económica.
Cuatro años de deliberaciones, varios plenos del TC sin llegar a un acuerdo, para desembocar, según
parece, en tres posiciones distintas, desaconsejarían meterse en más negociaciones. Creo que
negociar consensos es más una tarea de políticos que de magistrados. El TC daría una prueba de
sabiduría reconociendo que en estas circunstancias lo mejor es dejar las cosas como están, habida
cuenta que la práctica de estos últimos cuatro años de Estatuto catalán no ha sido negativa.
En la II República el TC fue un fracaso. Y ese fracaso también comenzó por el “problema catalán”. En
1934, el TC anuló injustamente, a causa del poder de los terratenientes en el Bienio Negro, la Ley de
Arrendamiento Rústico de la Generalitat. Fue el principio de un conflicto innecesario que quizá esté
en el origen de la posición del Gobierno catalán en octubre de ese año. Por cierto, el pueblo de Madrid
llevó a cabo una formidable huelga general contra esta decisión del TC y en solidaridad con Cataluña,
una solidaridad que hoy se echa de menos.
Un día, cuando las condiciones sean favorables y se acometa la tarea de la reforma constitucional,
debería abordarse la cuestión de si el TC debe mantenerse, de si no termina siendo una negación de la
soberanía popular. Un órgano semejante en EE UU, el Tribunal Supremo con mayoría republicana,
fue el que tras unas elecciones dudosas otorgó la presidencia del país a Bush, con las consecuencias
catastróficas conocidas.