Por Aitana Chamorro, 3C

 

Sam, un chico de 17 años de Sidney, Australia, vive con su madre, una soltera alcohólica que solo se preocupa de estar guapa para poder estar con chicos mientras finge que tiene una vida perfecta, con dinero, sin preocupaciones, sin adicciones, y sin hijos.
Sam, después de tener otra discusión con su madre, se va a una fábrica antigua y abandonada de refrescos, el único lugar donde se consigue relajar y dejar de pensar en la vida que tendrá gracias a su madre que pasa de él, y a su padre que se niega a mantenerlo, ni tan solo a verlo.
En la fábrica encuentra una tiza, con la que empieza a escribir números al azar en un muro de ladrillos para no aburrirse. Después de dar una vuelta por el interior de la fábrica, vuelve al muro, pero se da cuenta de que hay cinco números más: “1, 25, 21, 4, 1”. Decide pasar del tema pensando que se lo había imaginado, y después de limpiar el muro vuelve a su casa.
Cuando Sam llega a la puerta, se detiene unos segundos mientras da un suspiro y de seguido introduce la llave en la cerradura y abre. De normal su madre ya le estaría gritando nada más abrir la puerta, pero en este caso ella ya estaba tumbada en el sofá con una botella de whiskey en la mano, y con la cabeza casi tocando el suelo mientras roncaba a más no poder.
Al día siguiente discuten de nuevo, y Sam vuelve a la fábrica. Una vez allí, se fija en el muro y de nuevo aparecían los mismos números: “1, 25, 21, 4, 1″. No se explicaba cómo podían aparecer si él los había borrado. Después de estar un buen rato pensando en los números, se da cuenta de que el 1 podía ser la A, el 2 la B, el 3 la C… Cogió un papel de una pequeña libreta que siempre llevaba encima, y un lápiz que había encima de una mesa de la fábrica. En el papel escribió el abecedario y debajo de cada letra su número correspondiente. Cuando los unió consiguió crear una palabra, y esa palabra le puso los pelos de punta, la palabra era “AYUDA”.
Sam se quedó observando asombrado el muro durante un par de minutos, pero ya era era tarde y se tuvo que ir. Al día siguiente volvió, y por curiosidad de lo que podría pasar escribió “8, 15, 12, 1” (hola). A los quince minutos obtuvo respuesta, con los mismos números reflejados. Se quedó quieto, sin saber cómo reaccionar, y antes de que pudiera escribir algo volvió a aparecer “1, 25, 21, 4, 1”. Sam le preguntó que dónde estaba, y le contestó que en Yass, casualmente un pueblo a tres horas en coche con rumbo sudoeste desde Sidney, donde decía su madre que su padre se había criado.
Sam no lo dudó ni un instante, volvió a su casa, se preparó una mochila con todo lo que podría necesitar en caso de urgencia, y al día siguiente cogió un autobús hacia Yass. Una vez allí no sabía por dónde empezar a buscar a esa persona tan misteriosa. Entonces salió del pueblo un momento para descansar en el pie de la montaña que había al lado, y almorzar. Cuando terminó divisó una casa pequeña al lado de un río y se dirigió hacia ella. Al llegar, antes de timbrar, observó una caseta el doble de pequeña de la casa, y en la puerta de la caseta había números. Eso le desconcertó pero antes de ir a ver, timbró en la casa y le abrió un hombre de unos 50 años, bastante grande, con una barba espesa y un tatuaje de una serpiente en el brazo. Justo como el hombre de una foto que tenía su madre, y que ella decía que era el padre de Sam. El hombre le miró, y al ver que era un chico joven le cerró la puerta.
Sam en seguida se dirigió a la puerta de la caseta mientras miraba una y otra vez hacia atrás con la inseguridad de si ese hombre era su padre y querría matarlo o solo era un hombre solitario, incapaz de hacer daño a alguien, que por lo tanto no es lo que aparenta.
Al llegar a la caseta con los números, dio un par de golpes a la puerta para ver si había alguien, pero nadie respondió. Antes de dirigirse al pueblo decidió seguir investigando por la zona ya que había encontrado esos números por aquel lugar. A unos doscientos metros de esa caseta se encontró con un pozo enorme. Era lo suficientemente grande como para que cupieran tres personas. Cuando estaba en frente, dio un paso más, agachó la cabeza, miró y ahí estaba, era un chico de 15 años. Sam no perdió el tiempo y se fue corriendo hacia el pueblo, allí avisó a la policía y lo pudieron rescatar. Después de un mes, ese chico timbró en su casa de Sidney para agradecer le todo lo que había hecho por él; pero no sólo eso, tenía una sorpresa para Sam. Ese mismo día le dijo que ellos tenían más en común de lo que se podía imaginar: aquel hombre de la casa era su padre, y ellos hermanos. Gracias a estos números tan especiales los dos hermanos se juntaron, el chico fue rescatado, y Sam no volverá a sentirse sólo.

 

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